19 de junio de 2010

No se muere del todo.

Al momento que ingresaron por la fuerza a su hogar de la calle Viamonte al 3500, Ana María Solcesti de Raoma estaba cocinando la cena que compartiría con su marido cuando éste llegara de una reunión de trabajo, en poco más de tres cuartos de hora.
El grito de "mi bebé recién nacido está durmiendo" no despertó sentimiento de piedad alguno en el uniformado que la mantenía reducida, con los brazos hacia atrás y tironeándole los pelos. Tampoco surgió efecto en los otros integrantes de la fuerza que recorrían cada rincón de la casa y revisaban cada recoveco en busca de documentación comprometedora. De pronto, un disparo.
Minutos después todos abandonaban la vivienda. Incluso Ana María. Incuso Damián, su hijo recién nacido.
La noche abrigaba la clandestinidad de la operación. El día también lo hubiera hecho, si hasta lo hicieron muchos vecinos que prefirieron enceguecer por unos instantes.
No mucho tiempo pasó desde la partida del Falcon hasta el momento en que Alessandro, el marido de Ana, llegó a su hogar. Cuando cruzaba la calle observó que la puerta estaba entornada. Creyó que había sido un nuevo olvido de su bohemia mujer y apuró la marcha dispuesto a entrar y hacerle notar el error que había cometido.
En cuanto abrió la puerta e ingresó a su casa, el muchacho de veintiocho años empezó a entrar en crisis. Lejos estaba ese espacio de ser el hogar de amor que estaba construyendo junto a su esposa para la crianza de su niño.
Había papeles tirados por todos lados, cosas rotas, todo estaba revuelto. El dormitorio parecía un campo de batalla, minado de cristales del vidrio que tenía el espejo de pie que se lucía allí. El poco verde del jardín estaba ahora teñido de rojo por la sangre de Onqui, un perro tan negro como la noche que había intentado defender a sus dueños pero había fracasado en el intento. Gatillo fácil hasta con los animales.
Paulatinamente Alessandro fue saliendo del estado de shock y entrando en razón. Habían secuestrado a su mujer y a su hijo, pero no terminaba de reaccionar. No sabía qué hacer.
Dando vueltas por la casa, como creyendo que de pronto aparecería Ana con Damián en brazos, se encontró con una nota que le habían dejado en la habitación pero que en un primer vistazo no había observado. "Si los buscas, el próximo sos vos" le advertía el anónimo, aunque estaba más que claro quien lo firmaba. Pero lejos de amedrentarlo, la nota sirvió de disparador.
Inútilmente trató de buscar el documento de su mujer. No estaba, se lo habían llevado. Minutos después salió corriendo hacia la comisaría que quedaba a no más de diez cuadras de su domicilio. El reloj estaba próximo a dar inicio a un nuevo día cuando entró en la comisaría y le explicó al comisario lo sucedido, aunque fue en vano.
"Veremos qué podemos hacer" fue la tímida respuesta del oficial al joven que sentía que su vida se desmoronaba, no obstante no estaba dispuesto a bajar los brazos. Salió de allí insultando a todos, incluso a los escritos de su mujer. Estaba seguro que éstos eran los culpables de la situación. Volvió a su casa, se dirigió a aquel lugar en el que Ana guardaba sus tesoros, y efectivamente, ya no estaban tampoco. Sólo se conservaban las copias, escondidas en un lugar no menos seguro y que no fueron halladas.
Volvió a salir de su domicilio a perderse por las calles, porque en verdad no tenía nada por hacer. No sabía dónde estaban su mujer y su hijo, ni cómo podría encontrarlos; pero tampoco quería quedarse con esa amarga sensación de no haber hecho algo por su familia.
El amanecer del día siguiente lo encontró despertando en una celda reducida, que compartía con otras dos personas, una acusada de abuso sexual y otra de homicidio culposo. No recordaba bien lo sucedido, qué había sido lo que lo había depositado en aquel lugar inmundo cuando él simplemente estaba buscando a sus seres más queridos. No sabía que eso, en esa época, era un delito. Las marcas de los golpes que le propinaron al momento de la detención eran visibles a cualquiera que se propusiera hacerlo, pero él no recordaba el hecho.
Teniendo en claro los derechos de un detenido pero no así el contexto del país en que vivía, pidió que le dejaran hacer una llamada para comunicarse con alguien que lo pudiera ayudar. La respuesta fue una nueva feroz golpiza, que obligó a trasladarlo al servicio médico del centro de detención.
Ana María amaneció en un lugar mucho más ingrato que el de su marido, aunque cueste creerlo. Había llegado allí alrededor de la una de la mañana. Se trataba de una habitación bastante espaciosa, con pisos de madera, paredes altas visitadas por la humedad, y con muchas ventanas; las cuales estaban completamente clausuradas con maderas para evitar la excesiva entrada de luz. Sólo una pequeña ventana estaba abierta para que el espacio no quede completamente a oscuras. En el piso, alrededor de quince colchones tirados, eran el lugar de descanso de para cada una de las, ahora, catorce recluidas en aquel centro clandestino de detención.
Ni bien le indicaron cuál sería su colchón y dejaron al bebé de apenas treinta días sobre éste, los dos militares se retiraron. No le desataron las manos ni le quitaron la venda de sus ojos, al igual que hacían con cada detenido que llegaba allí.
Estaba muy nerviosa hasta el momento en que se fueron los uniformados y una mujer que se había despertado por los ruidos y por el llanto del bebé, se acercó a ella.
En ese momento le aflojó las cuerdas que ataban sus manos sin llegar a desatárselas y le bajó el trapo que tapaba su visión. Le explicó entonces que ese es un acto de generosidad entre las compañeras de habitación, pero le aclaró que en cuanto hubiera riesgo de que alguna autoridad ingresara, debía volver a cubrirse los ojos y hacer visible sus manos atadas. Luego le colocó a Damián en sus brazos para que pudiera amamantarlo, y allí comenzaron a hablar de la criatura. Las voces de la conversación fueron despertando de a poco a las otras mujeres que compartían la celda, quienes se acercaron a saludarla y a intercambiar distintas experiencias y los distintos "argumentos" por los que se encontraban allí.
"Soy escritora, y la única que le ordena a mi lapicera qué debe escribir, y a mi boca qué debe decir soy yo. Nadie va a cambiar este pensamiento mío, es mi lema de trabajo; y seguramente soy un escollo para ellos" comentó Ana María.
"No sé que estará pensando mi marido, ó si también le hicieron algo a él. Pensar todo lo que esperamos a Damián y no poder disfrutar de esta etapa de su vida juntos me pone demasiado triste. Dios quiera que esto termine rápido" Un ruido en la cerradura de la puerta hizo que cada una volviera a su posición y la charla se cortara abruptamente.
Alessandro, por su parte, logró entender que debía tener más cuidado con sus actitudes y comentarios para poder tener alguna opción de salvarse. Ya había regresado a la misma celda en la que había sido encarcelado cuando llegó allí. Las próximas horas eran cruciales para definir su futuro y sabía que en verdad su caso era más bien una cuestión política que legal.
Sus padres fueron los primeros en enterarse de todo lo que estaba sucediendo, puesto que finalmente él pudo comunicarse por teléfono. Fueron ellos quienes le comunicaron cuál era la situación a los padres de Ana. Todos emprendieron rápidamente el viaje hacia la capital, acordando encontrarse en la casa de los jóvenes. No podían comprender tantas emociones yuxtapuestas: hacía un mes celebraban el nacimiento de su nieto, y ahora lamentaban la desaparición de la familia. La llegada de ellos fue fundamental en el futuro inmediato de Alessandro que por orden del juez fue liberado. Estando un poco más tranquilos por dicha resolución, todos los esfuerzos a partir de ese momento se avocarían a la búsqueda de Ana y su hijo Damián, tarea para nada sencilla.
Por su parte, Ana estaba inmersa en un mundo completamente oscuro y rutinario. Su rol de madre no la exceptuaba de fregar el piso con unos cepillos de acero, ni de complacer a las autoridades con distintos favores sexuales. Humillación pura. Sólo su hijo lograba envolverla en una burbuja que la aislaba de ese tiempo y ese lugar tan espantoso y lleno de desazón. Pero los golpes no tardarían en llegar. Tras cinco días de encierro, un martes por la mañana los militares entraron abruptamente a la habitación y tomaron del brazo a Estela, la otra escritora del grupo y se la llevaron entre gritos y forcejeos. Fue un momento muy triste para Ana ya que perdía la compañía de su compañera más cercana en aquel lugar.
Pero lo peor estaría por venir. La tarde de ese mismo día, una nueva irrupción de los uniformados cambiaría definitivamente la situación de la joven allí. Estaba sentada contra la pared amamantando a Damián cuando de pronto (teniendo los ojos tapados) percibe que uno de aquellos que había ingresado se dirigía hacia ella. Empezó a ponerse un tanto nerviosa, Y hacía bien. El militar le arranca de sus brazos al niño y se lo lleva, más allá del llanto de él y de los gritos desconsolados de su madre. Cuando se cerró la puerta, muchas de las mujeres se acercaron a ella para tratar de calmar lo que era imposible de calmar. Ana, sabía que había perdido a su hijo, y que lo había perdido para siempre. Tenía en claro cuál sería el destino de Damián y cuál el de ella misma. Estaba segura que nunca más lo podría volver a ver y que su muerte estaba sentenciada, puesto que no dejarían con vida a alguien que pudiera denunciar semejante delito. En medio de tanta confusión, sacó de su bolsillo una pequeña agenda que llevaba siempre con ella para hacer anotaciones sobre diversas situaciones que pudieran colaborar a la hora de escribir. Dentro de ella, tenía la foto de su hijo. Automáticamente su vocación de escritora usurpó su espíritu: decidió pegar esa foto en la tapa de la agenda, la cuál a partir de ese acto se transformaría en un libro titulado “Damián”.
Por su parte, toda la familia seguía en la búsqueda de Ana aunque ya hubieran pasado quince días desde su desaparición. Los cuatro abuelos y el padre de Damián recorrían casi a diario las comisarías esperando encontrar alguna pista que les permitiera dar con los paraderos de la escriora y su hijo. Era emocionante ver llegar a la casa cada jueves a las abuelas del niño con ese pañuelo tan blanco como el algodón que brillaba en sus cabezas; de todas maneras, no eran ingenuas y presumían el peor final.
A partir del momento en que convirtió su agenda en libro, Ana decidió empezar a escribir allí todo aquello que quería contarle en algún momento de su vida: quienes eran sus padres, a qué se dedicaban, cuánto lo querían, cómo fueron sus días de vida junto a la familia, cómo sucedió el robo, cómo tenían pensado educarlo, qué valores debía enarbolar siempre, etcétera. Ella estaba convencida de que en algún momento, su hijo accedería a él. Incluso, puesto que ella estaba segura de que su vida en cualquier momento llegaría a su fin, les comentó su idea a las doce compañeras que tenía. Les hizo saber qué era lo que estaba escribiendo y les reveló que lo dejaría siempre escondido debajo de su colchón de manera que si alguna lograba salir con vida de allí, lo llevara y lo guardara. Muchas realmente se comprometieron a llevar adelante dicha acción, aunque otras lo tomaron más como un divague lógico del tiempo que llevaba de encierro. Lo cierto es que Ana escribió entre apuros por el miedo a un final inexorable y miedo a ser descubierta en algún momento.
Damián, ya no era Damián Raoma. Se llamaba Felipe Santibáñez ahora, y era el hijo de una familia terrateniente entrerriana. Su padre era hermano de un represor de aquella provincia. En el seno de esa familia se crió de manera tal que nunca le faltó nada material. Mientras tanto, su madre agonizaba en ese cuarto en el que él, aunque no lo recordara, vivió en sus primeros días de vida.
Luego de un año y medio de la desaparición, las fuerzas del resto de la familia y de Alessandro ya no eran las mismas. Los dos abuelos del niño estaban mal de salud, uno deprimido y el otro con un diagnóstico de cáncer. De aquellos primeros días posteriores a la detención sólo conservaban su rutina las dos abuelas que jueves tras jueves asistían con sus pañuelos blancos a la plaza, y que casi todos los días visitaban las distintas comisarías. Pero ya era en vano.
El seis de junio de 1977 un grupo de uniformados entró en la habitación, tomó a Ana María y se la llevó de allí. La llevaban (ella lo suponía) al lugar de tortura, previo paso por la improvisada cocina de los militares en la cual por supuesto no faltaba nunca la botella de ginebra y algo para comer. Poco a poco la desnudaron, abusaron de ella, la denigraron hasta que la picana eléctrica completó el homicidio, que logró callar los inolvidables gritos de una mujer que hasta el final le ordenó a su lapicera qué escribir y a su boca qué decir, haciendo realmente de ello un lema de trabajo, tal como ella misma lo afirmaba. El mar fue su morada final.
Damián pasó una infancia muy feliz, rodeado de perros que lamían sus manos cada vez que los alimentaba, de caballos con los que practicaba equitación, con un grupo reducido de amigos de familias afines a “su familia” y con todos los gustos que un niño quisiera ver cumplidos. Nada de eso sirvió para aplacar su pensamiento. El 24 de diciembre de 1987 fue el día en que cambió su vida, al escuchar a su madre adoptiva en una conversación que le llamó mucho la atención. “Olvidate, mientras siga este como presidente no corremos ningún riesgo, saben que nosotros tenemos más poder y podemos volver cuando queramos. Además, los padres de Felipe deben estar quien sabe uno dónde, ya pasaron cuatro años de que terminó todo y no hay nadie que lo reclame”
A punto de cumplir trece años, algo hizo ruido en la cabeza de Damián. En cuanto la madre cortó, ingresó al dormitorio de ella y le preguntó por qué había dicho aquello; y entonces la mujer le dijo que en la cena le explicaría junto con el padre. Al momento de cenar, ambos le contaron que él había sido adoptado, eso fue todo lo que le dijeron. Totalmente confundido y descontrolado, Damián se levantó de la mesa y corrió hacia su habitación en donde se encerró por casi veinticuatro horas, pero luego en charlas más tranquilas con sus padres pudo ser convencido por éstos de que todo lo habían hecho con amor y por su bien. Tenían todo el argumento planificado.
Ya para esa época, la familia biológica de Damián había quedado constituida sólo por sus dos abuelas y Alessandro, que lo seguían buscando dando ya por sentado que Ana María no estaba más en este mundo. La sorpresa fue aquel día que alguien tocó el timbre. Alessandro abrió la puerta y se encontró con una mujer que se llamaba Clara y que decía haber compartido prisión con Ana María. El viudo no quiso creerle y la echó aunque de todos modos la señora le dejó una dirección para ubicarla. A la hora de la cena, cuando conversaba con su madre y su suegra comprendió que la mujer tal vez estuviera diciendo la verdad ya que sabía su nombre, sabía que era el viudo de Ana María y sabía también la dirección donde ubicarlo.
A primera hora de la mañana del día siguiente se dirigió a aquella dirección que le dio Clara. Ella lo recibió amablemente y en un encuentro que duró cerca de tres horas le confirmó la muerte de Ana María y la entrega de su hijo, a la vez que le contó la historia del libro “Damián” y por supuesto se lo entregó en mano.
De todas maneras, si bien en un principio este hecho reanimó los ánimos de la familia para la búsqueda, con el pasar del tiempo se dieron cuenta de lo difícil que sería lograr el objetivo. De todas maneras, siguieron caminando, siguieron recorriendo comisarías, asistiendo con los pañuelos blancos a la plaza, siguieron averiguando, y el tiempo les daría su premio.
Sucede que el tiempo también pasó para Damián que ya tenía dieciocho años, y en una sociedad que empezaba a buscar sanar sus heridas, no le cerraban muchos datos con aquellos argumentos que sus padres le habían presentado. Tomó entonces la durísima decisión de sentarlos frente a él y preguntarles -¿ustedes me compraron a los militares?- El balbuceo de la madre y las falsas escapatorias del padre fueron las respuestas más sinceras de parte de ellos, por lo que Damián confirmó la sospecha que tenía desde hace un tiempo atrás. No le fue fácil, fue tal vez el momento más difícil de su vida. Comenzó a insultarlos, se levantó y se fue a directo a la comisaría a denunciarlos.
Llegó a Buenos Aires con los pocos datos que tenía de su familia: su madre se llamaba Ana, era escritora, vivía en Balvanera, y su padre se llamaba Alessandro y era abogado. No sabía bien cómo empezar a buscarlos porque en su interior creía que sería muy complicado llegar a encontrarlos y tampoco sabía cómo sería aquel momento. Con algo de dinero que le había sacado a sus impostores padres, pudo pagar alojamiento en una pensión bastante humilde pero que por lo menos no lo haría vivir en la calle. Luego de dejar su bolso allí, salió por las calles de la ciudad para intentar conseguir algún empleo y consiguió un trabajo de mozo en un café de la calle Pueyrredón. Allí trabajaba por la mañana o por la noche, y en el tiempo restante del día se avocaba a la tan ansiada búsqueda de su familia.
Luego ya de dos años en la ciudad capital buscando a su familia no con el mismo entusiasmo de aquellos comienzos, un cliente del bar cambiaría la vida de Damián; quien todavía se hacía llamar Felipe puesto que no sabía cuál era su nombre verdadero. Una noche fría de diciembre un hombre se sentó en la mesa diez, y en medio de un llanto desconsolado le pidió a Damián que le trajera un cortado. Desde el momento en que lo vio el joven mozo sintió algo especial en la mirada del cliente que los conectaba profundamente, por lo que al acercarle el pedido no tuvo temor en preguntarle –Señor, ¿lo puedo ayudar en algo?-. –No pibe. Ojala pudieras, pero ya nada tiene sentido. Hoy hace veinte años que ví por última vez a mi mujer y a mi hijo. Se los llevaron los milicos justo antes que yo llegara de trabajar. Los busqué todo este tiempo y me enteré que a mi señora la mataron, pero de mi hijo no sé nada-. En ese momento, Damián entendió por qué sintió esa conexión tan grande con el cliente, los dos eran caras de la misma moneda. De todas maneras, no quiso seguir preguntando ni tampoco abrirse a contar su historia tan similar a la del señor, por lo que se retiró con un “lo siento mucho”. No sabía que quien estaba allí era su mismísimo padre.
Minutos después de que Alessandro se retirara, Damián fue a limpiar la mesa y allí observó que el cliente –su padre- había olvidado un especie de agenda convertida en libro con la foto de un niño en la tapa. La tomó y se la guardó en el bolsillo ya que tal vez algún día venidero Alessandro volvería al bar. Al llegar a la pensión luego de un día agotador, Damián no podía dormirse pensando en aquel señor que sufría tanto la ausencia de sus seres queridos. Pensaba que sus padres tal vez estaban en esa situación y eso lo ponía muy mal, aunque por momentos también se le cruzaba por la cabeza que tal vez a sus padres ni les interesaba encontrarlo. El insomnio le ganó la pulseada a una jornada ardua, y entonces decidió leer la agenda que el cliente había olvidado. A partir de ese momento nada volvería a ser igual.
Luego de poco más de dos horas de lectura, interrumpidas por llantos y ataques de impotencia, Damián supo que había estado frente a su padre. Las “coincidencias” eran muchas: el escrito estaba firmado por Ana María Solcesti de Raoma (él no sabía el apellido, sólo el nombre), que decía que era escritora. Comentaba también que ella y su hijo habían sido secuestrado cuando este último tenía un mes (Damián sacó cuentas: hacía un mes él había cumplido años y hoy el cliente dijo que se cumplía el aniversario de la desaparición), y finalmente al ver la dirección que citaba quien había escrito, efectivamente se trataba de una dirección del barrio Balvanera. Lo único que lo intrigaba era que el niño se llamaba Damián, pero para ese tiempo ya la sociedad tenía en claro el robo de la identidad que se llevó acabo en aquel proceso.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana fue a hablar con las abuelas de los pañuelos, a quienes les llevó lo encontrado. Una de ellas, al leer el libro instantáneamente dijo –Esta es la historia de la familia de Margarita e Inés, ¿se acuerdan?- Todas concordaron.
Margarita e Inés eran las madres de Alessandro y Ana respectivamente. La primera había fallecido meses atrás y la segunda ya no asistía a las marchas por un acelerado Mal de Alzheimer.
Sin perder la calma, y tomando todo con mucho cuidado para no herir al joven empezaron una investigación minuciosa que les llevó cerca de dos meses en los cuales Damián ya se hacía llamar Damián. Estaba convencido que había dado con su familia, y en marzo de 1995 las abuelas le confirmaron que había muchas chances que así fuera.
Al salir de la reunión en que ellas le comunicaron lo dicho, se dirigió directamente a la dirección que le dieron (la misma que estaba en la agenda). Por supuesto, Alessandro ya había sido contactado por las señoras y estaba enterado de que iba a llegar quien probablemente era su hijo. Lo recibió con los brazos abiertos.
Al abrirle la puerta, no lo podía creer. -¿Vos sos el mozo?- le preguntó asombrado Alessandro. –No, soy tu hijo- respondió Damián, y ambos se estrecharon en un abrazo interminable surcado por llantos de emoción que contagiaban a cualquiera.
Tiempo después el ADN confirmó la buena noticia, y Damián Raoma supo que no era Felipe, supo que tuvo una madre que lo quiso siempre y que hasta el último momento le dio su amor, supo que tuvo cuatro abuelos que dejaron la vida también por él y que tiene un padre del que todavía puede disfrutar. Supo que hay gente de todo tipo, incluso tan miserable como para comprar criaturas. También supo que cuando alguien escribe nunca muere del todo, de hecho fue su madre la que aquella noche le susurró al oído todos los datos que le permitieron encontrar a su padre.

No hay comentarios: