Cuando la carne se funde en el calor de los besos no queda más remedio que forzar el gemido de placer. Inventado o no, la respiración se altera y los suspiros toman el color rosado de las paredes húmedas del corazón, las presentaciones y máscaras se vuelven opacas e incapaces de sostener el muro que separa a los géneros en guerra.
La piel se regenera y se une, con nervios y todo, al rito de corrupción y renacimiento de las miles de palabras no dichas. Pero son sólo los ojos las puertas de la verdadera verdad, que se oculta tras las gotas de sudor.
Las prendas molestan y son deshechadas por sus dueños, ya no existe la necesidad de tapar la denudez, la perfección no usa ropa y tampoco la belleza tiene vergüenza de mostrarse tal cual es... así: simplemente bella.
El sentido del olfato se agudiza y los aromas lo inundan todo, el cuerpo libera sus propios perfumes para avivar el fuego contenido, escondido detrás de la razón que todo lo condena.
Andrés Benitez