1 de octubre de 2011

EL FINAL DE LA CINTA






Sus pasos cansados que se arrastraban por la avenida no irritaban a nadie, tampoco el sol de la tarde se percataba de sus medias rotas y de su desgastado sacón negro. El terrible calor no la molestaba y su cabello blanco lucía apagado al costado de las rejas que rodeaban al parque. Las personas gritaban, se reían, se saludaban, o simplemente caminaban en su propia mundanidad. Y ella, gastada por los años, miraba sobre su hombro, como quien es perseguido pero a plena luz del día.

Otra vez sus pasos cansados por aquella avenida, en la única companía de su humanidad pero aislada en sus pensamientos, los viejos destellos de belleza se escondían bajo su negro sacón, en esa pollera corta que albergó en algún momento sus juveniles y femeninas piernas. Ahora estaban tapadas por medias gastadas y rotas de color oscuro.

Aparentemente recordaba su vida, lo noté por sus ojos perdidos y porque caminaba con un ritmo pausado. La gente a su alrededor parecía ir muy rápido, o quizás ella iba muy lento, perdida en un mundo de recuerdos y espíritus olvidados. No lo sé, pero bien podría ella ser un espíritu o cierto tipo de sustancia atrapada en el medio de todo, porque no ví que los otros notaran su presencia. Sin embargo, si ella era un fantasma, ¿qué hacía a plena luz del día? ¿Por qué eligió la Avenida Rivadavia, en la vereda del conocido Parque Rivadavia, a las seis menos diez de la tarde para mostrar su perseguida existencia? O es que, aún después de haber cruzado el umbral, se retorna a ciertos lugares donde se han dejado pedazos del corazón abandonados. ¿Es eso posible?

¿Será que la muerte no es más que el final de la cinta? Y, mientras esperamos el cambio de lado, volvemos a visitar esos espacios ajenos al tiempo, tratando de juntar los pedazos del corazón que alguna vez estuvo vivo, pero que... irónicamente, nunca murió del todo.



Andrès Benitez

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